Hª EDAD MODERNA de España: el reinado de Carlos II (1665-1700). El final de su reinado

En la presente entrada continuamos (y terminamos) con el reinado de Carlos II en España. Vamos a ver la última etapa de su reinado: la década de Mariana de Neoburgo (1690-1700), llamada así por su segunda esposa, la cual usará sus influencias para intervenir en política. 


1. Mariana de Neoburgo en política


Tan pronto la reina Mariana llegó a Castilla, mostró su enemistad al Conde de Oropesa, quien dirigía la política española desde mediados de los años ochenta. Pero esta enemistad no duraría mucho, ya que la mala situación de los frentes bélicos en Flandes y Cataluña, así como la oposición del Emperador y de los cortesanos sensibles a los intereses imperiales, precipitaron la caída del conde de Oropesa en 1691 (también poco antes había dimitido el Secretario del Despacho Universal, Manuel de Lira, por idénticas causas).
En la organización política, la caída de Oropesa dio paso a una dispersión del poder que caracterizó al resto del reinado, consecuencia de la inexistencia de personalidades dentro de la aristocracia, con la capacidad y el respaldo suficiente para conquistar y mantener el gobierno de la Monarquía. Un problema agravado por las intromisiones constantes de Mariana de Neoburgo y los miembros de su camarilla, aparte del elemento de división que suponía la existencia de dos o tres opciones sucesorias. Las decisiones las tomaban quienes imponían sus criterios en los distintos Consejos, Juntas y organismos de la administración. 
En un principio, la facción más consistente era la que actuaba en el entorno de Mariana de Neoburgo, compuesta por “los alemanes de la reina” y algunos cortesanos españoles como el nuevo Secretario del Despacho Universal, Juan de Angulo, apodado “el mulo” por sus adversarios. Los intereses austriacos ejercían también en estos años una notable influencia en la corte, en su favor actuaban no sólo el embajador imperial, sino la reina madre y varios de los grandes y altos cortesanos, partidarios de una estrecha colaboración con el Imperio.
Mariana de Neoburgo a caballo - Imagen de dominio público
La falta de coordinación en el gobierno, hizo que en octubre de 1693 Carlos II aceptara una propuesta del embajador austriaco por la que los reinos de España quedaron divididos entre cuatro Tenientes Generales, todos ellos pertenecientes al Consejo de Estado, una estructura que no se consolidó. A finales de 1694, los abusos de los miembros de la camarilla de doña Mariana provocaron la reacción de los Consejos de Castilla y de Estado. 
Se estaban consolidando dos bandos distintos que se mantendrían durante todo el resto del reinado: el de los partidarios y el de los enemigos de la reina Mariana, siendo manifiestas estas diferencias en el debate sucesorio al trono. La fuerza de cada grupo y de sus personajes principales explica los diversos nombramientos y ceses. La muerte de la reina madre, en mayo de 1696, aumentó la influencia de Mariana de Neoburgo sobre el rey. 

En un clima de fragilidad gubernativa, cuando la reina y el Almirante parecían dominar la situación, la pérdida de Barcelona antes las tropas francesas hizo que se formase un triunvirato de gobierno, un gabinete de crisis ante las malas perspectivas de la guerra. Por fortuna, la paz o tratado de Rijswick (1697), firmada en septiembre, supuso la devolución casi total de las conquistas francesas, gracias a la calculada generosidad de Luis XIV (a excepción de Haití), ya que sabía que pronto su nieto Felipe (Felipe V) heredaría España, y por lo tanto devolver a España las posesiones era entregárselas a su sobrino en última instancia. 
En la primavera de 1698, la reina llamó a la corte a su antiguo enemigo el conde de Oropesa, nombrándolo Presidente del Consejo de Castilla. Las intrigas de los embajadores por la cuestión sucesoria buscando diversas soluciones, dominaban la vida cortesana e incidían en las actitudes políticas. El descontento popular por la carestía, en la primavera de 1699, proporcionó a un grupo de destacados nobles pro austriacos, la ocasión inmejorable para acabar con los principales gobernantes del momento. Pero la oposición al poder -de la reina- no respondía sólo a los intereses del Imperio, sino que aglutinó a gentes y objetivos diversos, más allá del posible alineamiento de bandos en la pugna sucesoria. 

El 28 de abril de 1699 tuvo lugar en Madrid el llamado “Motín de Oropesa” o “de los gatos”, un motín urbano de Corte que permitió a los miembros de la oposición política aprovechar el malestar popular por el hambre y la carestía en beneficio de sus intereses. Los amotinados acuden al palacio real con gritos de pan y vivas al rey, para implorar de Carlos II la rebaja de los precios, pero las protestan se desvían hacia el conde Oropesa, símbolo del mal gobierno y cabeza de turco de las iras populares, que fue desterrado a los pocos días. La vuelta a sus puestos de miembros del entorno contrario a la reina, prueba el origen político del motín: los precios siguieron altos y continuó la escasez con alborotos en otras ciudades. Los meses siguientes al motín contemplaron un pulso notable entre los “vencedores” de éste y Mariana de Neoburgo, en el que los partidarios de la reina llevaban las de ganar.
Carlos II destituyendo al conde de Oropesa - Imagen de dominio público
Al inicio de 1700, la pugna por el poder parecía reducirse a la reina, de una parte, y de otra personajes como el marqués de Leganés, o el cardenal Portocarrero, cada vez más influyente en el Consejo de Estado. El marqués de Leganés no consiguió dominar al Consejo de Estado, ni evitar la oposición de la mayoría de los otros Consejos, a la que trató de hacer frente mediante la creación de una serie de Juntas particulares. Empeñado en defender los derechos sucesorios de la casa de Austria, intentó, sin éxito, fortalecer la capacidad militar hispana, aumentando, a base de otros recortes, los recursos destinados al ejército. Incapaz de hacer cumplir sus planes y proyectos abandonó sus responsabilidades políticas. 
El personaje más influyente de estos últimos tiempos fue el cardenal Portocarrero, pues el 29 de octubre, días antes del fallecimiento de Carlos II, fue nombrado regente de la Monarquía. 


2. La cuestión sucesoria 


A lo largo de toda su vida, la debilidad de Carlos II hizo temer una muerte prematura, sin sucesión directa. Pese a sus dos matrimonios, el monarca no fue capaz de engendrar un hijo, lo que hacía prever que el trono recaería en alguno de los soberanos o príncipes europeos vinculados familiarmente a él, a través de los matrimonios de las hijas y hermanas de Felipe IV. De esta forma, la sucesión podría recaer, bien en un príncipe de la casa de Habsburgo austríaca, bien en un miembro de la casa francesa de Borbón. 

Tanto Luis XIV como el emperador Leopoldo I tenían un parentesco muy similar con el Rey de España. Las madres de ambos eran infantas españolas hijas de Felipe III y hermanas de Felipe IV, primos carnales de Carlos II. Los dos, se habían casado con infantas españolas, hijas de Felipe IV, lo que reforzaba los derechos de sus descendientes. 
En principio, la casa de Borbón tenía un derecho preferente, pues tanto la madre como la esposa de Luis XIV, Ana y María Teresa de Austria, eran mayores que sus respectivas hermanas María y Margarita, madre y esposa del emperador Leopoldo. Sin embargo, las dos reinas de Francia habían renunciado expresamente a sus derechos sucesorios a la Corona de España, por ellas y sus descendientes, aunque a cambio de sendas dotes de 500.000 escudos de oro que, al menos en el caso de María Teresa, nunca se pagaron, lo que podía servir para invalidar jurídicamente la renuncia. El testamento de Felipe IV excluyó del trono a los descendientes de su hija mayor, en beneficio de los miembros de la familia de Habsburgo. 

Para Carlos II, Leopoldo I era un pariente más cercano, pues mientras que la infanta María Teresa era hermana suya solamente de padre, y no llegó a conocerla, Margarita era su única hermana de padre y madre. La emperatriz Margarita, sin embargo, murió tempranamente en 1673, dejando tan sólo una hija, la archiduquesa María Antonia, lo que abría para el futuro una segunda posibilidad sucesoria en la línea Habsburgo, en el caso de que María Antonia tuviera herederos varones. 
Cuando ésta se casó, su padre el emperador, deseoso de asegurar su propia opción y la de sus hijos varones, la hizo renunciar a sus derechos sobre la sucesión española, ofreciendo a cambio al duque de Baviera y sus descendientes procurarle la soberanía futura sobre los Países Bajos españoles. Las pretensiones de los Habsburgo se basaban esencialmente en las renuncias de las infantas Ana y María Teresa y, sobre todo, en el testamento de Felipe IV. No obstante, dicho testamento podía ser invalidado por una disposición posterior de Carlos II, como abría de suceder de hecho. 

La opción sucesoria dependió de numerosos factores, convirtiéndose en uno de los principales asuntos de la política internacional durante las últimas décadas del siglo XVII. Dejando a un lado los derechos dinásticos, la Monarquía de Carlos II abarcaba numerosos territorios y riquezas que instigaban los deseos de expansión de las grandes potencias europeas. Por ello, Luis XIV, el gran dominador de la política europea durante estos años, promovió tres Tratados de Reparto que le sirvieron eficazmente para respaldar sus intereses en la política internacional. 

La Casa de Austria se fue desprestigiando merced a las vacilaciones y desaciertos políticos del Emperador y sus representantes, y a la impopularidad que suscitaron la reina Mariana de Neoburgo y sus “alemanes”. Pese a las cuatro guerras que mantuvo España, Luis XIV supo jugar hábilmente sus cartas y transmitió una imagen de eficacia política, como lo prueban las crecientes simpatías hacia la candidatura francesa existentes en los últimos años del reinado de Carlos II. Hay que tener en cuenta también la amenaza de la fuerza, pues las tropas dispuestas al otro lado de la frontera y los barcos preparados para intervenir jugaron eficazmente en la conciencia de los consejeros de Estado. 

El nacimiento del príncipe electoral de Baviera José Fernando Maximiliano, en 1692, a consecuencia del cual fallecería su madre María Antonia, ofrecía a los españoles un heredero que, siendo sobrino nieto del rey, no pertenecía directamente a ninguna de las dos casas reinantes en Austria o Francia. La renuncia a los derechos sucesorios hecha por su madre por exigencia del emperador no tenía validez alguna en España. Pero éste falleció en pocos años, de haber vivido, habría accedido al trono español. Desaparecido José Fernando, los candidatos se reducían a dos: el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leopoldo, y del duque de Anjou, Felipe de Borbón, nieto de Luis XIV, ambos tenían la ventaja de ser segundones, por lo que estaban alejados de la herencia austriaca o francesa. 
Felipe de Anjou, futuro Felipe V de España - Imagen de dominio público 
Aparte del desgaste que al grupo austriaco le supusieron los ya aludidos desaciertos del emperador y sus representantes, la mayoría de los miembros del Consejo de Estado se convenció de que la única opción viable para mantener la integridad de la Monarquía era la francesa. La noticia de la firma del tercer Tratado de Reparto de la Monarquía española, forzó una reunión del Consejo de Estado en la que la mayoría de los consejeros, y de forma destacada Portocarrero, aconsejó al rey que debía ofrecer la corona a un nieto de Luis XIV, único soberano capaz de garantizar la unidad de la Monarquía. 
A partir de este momento, la reina abandonó sus ambigüedades anteriores y se convirtió en decidida partidaria de la sucesión de la casa de Habsburgo. A su lado, aunque fuera del Consejo de Estado, iba a actuar el marqués de Leganés, reconciliado a la fuerza con ella. Cuando Carlos II se encontraba ya en su última enfermedad, el cardenal Portocarrero inspiró el tercer y último testamento del rey, por el que se nombraba heredero de todos sus reinos y territorios al duque de Anjou, Felipe, nieto de Luis XIV. 


3. El fin de las Cortes de Castilla y el reformismo 


Durante el reinado de Carlos II dejaron de convocarse las Cortes en la Corona de Castilla. En realidad, la situación no fue muy distinta en otros reinos pero en el caso de Castilla tuvo una significación especial, dado el peso de dicha Corona y la importancia decisiva que tenían, para la Hacienda Real, los tributos votados en las Cortes castellanas. 

El renacimiento que habían experimentado las Cortes durante el siglo XVII, a raíz de la introducción del servicio de millones, principal capítulo de la Hacienda castellana durante aquella centuria, no era tanto el de la institución en sí como el de la capacidad de negociación política de las ciudades con derecho a voto. Durante muchos años, la política regia trató de centralizar en las Cortes la maquinaria de consentimiento del reino, intentando evitar las constantes consultas de los procuradores a las ciudades. El fracaso de esta política y la necesidad de negociar continuamente con los regidores de las ciudades, hizo ver a la Corona la posibilidad de prescindir de las Cortes, en beneficio de una relación directa con cada uno de los veintiún concejos municipales de las ciudades castellanas con derecho a voto. Resumiendo: la Corona dejaría de usar un intermediario para negociar con los municipios (siendo este intermediario las Cortes de Castilla), para pasar a negociar directamente con los municipios. 
La razón por la que fue precisamente en 1667 cuando se decidió prescindir de las Cortes era el temor a que, en las delicadas circunstancias políticas de la regencia dicha asamblea pretendiera tener parte en los asuntos de gobierno. La predisposición de las ciudades a la renovación de los millones fuera de las Cortes fue la que determinó el fin de las convocatorias durante el resto del reinado. 

Las oligarquías urbanas supieron sacar ventaja de la nueva situación, pues la no-convocatoria de las Cortes suponía la congelación de la estructura impositiva en las formas y niveles de 1667, puesto que las ciudades, individualmente, sólo podían prorrogar una concesión, no realizar una nueva. En adelante, la vía casi única para obtener incrementos en las rentas de la Hacienda castellana sería el recurso a los donativos, sistema irregular, puntual y discontinuo, que impuso fuertes limitaciones al gasto regio. 

Desde hace unos años, los historiadores hemos empezado a contemplar el reinado de Carlos II como un período menos dramático y negativo de lo que se pinta. En la segunda mitad del siglo XVII hubo claros síntomas de recuperación de la crisis demográfica y económica que afectó especialmente al interior castellano, y se puede decir que algunas decisiones políticas colaboraron a mejorar la situación económica, así que puede hablarse de un reformismo que tuvo tres objetivos principales: el alivio de los pecheros castellanos, la mejora de la administración hacendística y la reducción de los gastos. Hubo proyectos duraderos, como la creación de la Junta de Comercio y Moneda en 1679, y las reformas de la moneda castellana llevadas a cabo en los años ochenta, que pusieron fin a la inflación del vellón. 
Los gobernantes de la época de Carlos II se plantearon la reforma en profundidad del complicado sistema fiscal castellano. En tiempos de Nithard, una Junta estudio la reducción de todos los tributos a un impuesto único sobre las propiedades y otras presentaron medidas reformistas que apenas fueron atendidas. En cualquier caso, durante el reinado de Carlos II no se aprobaron nuevos impuestos, si cabe, la Corona de Castilla experimentó una reducción efectiva de la carga fiscal. 
Dicha reducción buscaba la recuperación de la economía castellana y el alivio de los pecheros, pero junto a ella era necesaria una mejora de la administración y hacer más eficaz la cobranza de los tributos. En ese sentido, diferentes iniciativas reformistas se presentaron, la más importante fue la iniciada en 1683 para anular los arrendamientos existentes y proceder a un encabezamiento general del reino, de acuerdo con la capacidad económica de cada localidad. 
La Junta de Encabezamiento, presidida por el duque de Medinaceli, debía buscar una reorganización administrativa de las rentas provinciales bajo la supervisión directa de una nueva figura administrativa: los Superintendentes de Hacienda, que se creaban en cada provincia castellana. Pero, dificultades materiales y administrativas, así como resistencias de las autoridades locales y presiones de los arrendadores de impuestos, junto a la crisis debido a la gran deflación monetaria de 1680 y las malas cosechas de 1683-1684 hicieron fracasar el proyecto. Otra causa fueron los continuos enfrentamientos jurisdiccionales ente el Consejo de Hacienda y el de Castilla. 

En cuanto a la reducción de los gastos, una realización importante fue el diseño, en 1688, durante el gobierno de Oropesa, de un presupuesto mínimo para garantizar el sostenimiento de la maquinaria estatal, asignando el resto al pago de juros, es decir, a reducir la deuda pública. Durante los años noventa hubo varias supresiones de pagos, recortes y reducciones, medidas con carácter permanente y a finales del decenio, el descrédito y la devaluación de la mayoría de los juros era ya muy importante. Todos los años, desde 1669, se pusieron también en práctica diversas moderaciones de mercedes, además de recortes de sueldos, salarios y emolumentos. 


4. La situación de los otros reinos de la Monarquía


En la década de 1640 la Monarquía parecía descomponerse ante las revueltas y el malestar existente en varios de los reinos y territorios no castellanos. La causa fundamental de todo ello habría que buscarla en la guerra y en la necesidad imperiosa de recursos para mantenerla. El reinado de Carlos II fue un período más tranquilo, pues si bien hubo cuatro guerras con Francia, no se dio una situación de guerra total y continuada como la de los años 1620-1659
Ese período de posguerra permitió la recuperación demográfica, económica y social, perceptible en Castilla y en otros territorios durante las últimas décadas del siglo. La reducción del esfuerzo bélico propició asimismo una cierta distensión política, en esta época se lograron mantener relaciones más fáciles y eficaces ente la corte y las instituciones y grupos dominantes de los diferentes reinos y territorios. En el caso de Cataluña, las relaciones se basaron en unos intereses comunes claramente conservadores, ante la amenaza militar francesa y el peligro social representado por las revueltas campesinas. En las relaciones con la periferia no hubo una simple mejora, la Monarquía mantuvo sólidamente su dominio, basado siempre en un complejo equilibrio con los poderes autóctonos, cimentado sobre el patronazgo, procesos que coincidieron, curiosamente, con un período de debilidad del poder central. Pero no pueda hablarse de una política homogénea, por lo que coexisten medidas autoritarias con otras en sentido contrario. 

La política del reinado se basaba ampliamente en la negociación, lo que explica el frecuente asentimiento de las oligarquías, así como los reajustes en la distribución del poder político, económico y social que se operaron en muchos lugares durante aquellos años. Se buscaba el consenso. El caso de las oligarquías de las ciudades castellanas con voto en Cortes y la negociación directa con ellas fue uno de los más significativos. A pesar de todo, la Monarquía mantuvo importantes resortes y capacidades.
Así, durante las últimas décadas del siglo, Cataluña y otros territorios de la Corona de Aragón, como el reino de Valencia o las islas Baleares fueron escenario de tensiones campesinas, que en los casos de Cataluña y Valencia dieron lugar al levantamiento de los “gorretes” (1687-1690) y al alzamiento conocido como la segunda Germanía (1693).
Carlos II, cuadro donde se reconoce a simple vista su aspecto enfermizo - Imagen de dominio público
Pues nada más, en la próxima entrada hablaremos de la guerra de sucesión española, todos aquellos conflictos que se originaron a raíz de la muerte de Carlos II sin descendencia, ya que hubo dos bandos-dinastías enfrentados entre sí.

¡Feliz Martes! - Hacer historia, aprehender la historia, aprendes la historia
27/Septiembre/2016

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