Hª EDAD MODERNA de España. Contexto general del S.XVII: el Barroco hispánico, el Siglo de Oro

En la presente entrada vamos a hablar del contexto cultural del siglo XVII (pero no vamos a profundizar en el arte, eso corresponderá cuando hablemos en un futuro del arte propiamente dicho). Con esta entrada daremos por terminada la explicación contextual de dicho siglo, y a partir de la próxima seguiremos hablando sobre los acontecimientos políticos y militares de los llamados Austrias Menores: Felipe III, Felipe IV, y Carlos II. 


1. El Barroco y la percepción de la decadencia 


Iniciamos este epígrafe haciéndonos la pregunta, ¿sabían o notaban los contemporáneos la decadencia por la que atravesaban los territorios hispánicos en el siglo XVII? Pues bien, en 1625, el conde de Gondomar, desengañado y mayor, redactó una carta al hombre que desde hacía cuatro años dirigía los destinos de la Monarquía, el condeduque de Olivares. La correspondencia entre ambos reflejó con crudeza la percepción de declive que se estaba fraguando. Se va todo a fondo, escribió Gondomar, quien tuvo en los inicios de su carrera, la oportunidad de asistir a algunos de los triunfos más espectaculares de la política imperial. Lo único que cabía esperar era la discreción de estas manifestaciones, pero fue una pretensión inservible. 
En esas fechas, las voces de alarma se hacían tan ensordecedoras que era inútil pretender silenciarlas. En 1617, el presidente del Consejo de Castilla reconocía ante los procuradores la flaqueza general en este cuerpo de Rey y reino. Un anuncio que no cogió a nadie por sorpresa, ya que eran muchos los hombres como Tomás de Mercado, Fernández de Navarrete o Sancho de Moncada, para los cuales la Monarquía había entrado en un declive sólo comparable al de Roma y otros imperios antiguos
Los síntomas estaban a la vista: disminuía la población, se vaciaban las arcas reales, aumentaba la presión fiscal y el desorden de la moneda, las armas del Rey retrocedían y la irregularidad de las costumbres desencadenaba la ira divina. Esta percepción tenía sólidos fundamentos en la realidad. 

La expansión imperial del siglo XVI se llevó a cabo sobre la base del crecimiento demográfico de Castilla que entraba en un proceso de recesión con nefastas consecuencias: caída de la producción agraria, alza de los precios y dificultades de subsistencia para la mayoría de la población. El gran mercado americano, lejos de estimular la industria, originó una situación de extrema dependencia. Faltaba espíritu emprendedor entre las fortunas autóctonas, que preferían invertir en la adquisición de tierras y fundación de mayorazgos. 
Además, existía un síntoma de la enfermedad que resultaba especialmente doloroso: las principales ciudades se vaciaban a pasos agigantados. El brote de peste asoló el norte y centro de España así como algunas zonas de Andalucía, provocando en el conjunto de la península una pérdida de 500.000 personas. Entre 1676 y 1685, el país recibió de nuevo la visita de la letal enfermedad ocasionando la pérdida de 250.000 vidas. El espectro de la muerte recorrió España a lo largo del siglo XVII. 
No es difícil imaginar el impacto psicológico que la contemplación de semejante panorama podía producir en el orgullo de unos hombres que aún se sentían los dominadores del mundo. Solamente la confianza en la recompensa de una vida futura podía hacer soportable el paso por el valle de lágrimas en que se había convertido la presente. La muerte era presentada desde los púlpitos y los textos devocionales como liberación y puerta de acceso a la bienaventuranza eterna. ¿Por qué es importante todo esto? Porque va a tener su reflejo en el arte, cultura y filosofía. 

Muchos historiadores han dedicado esfuerzos a medir el alcance de las manifestaciones externas de esta decadencia, a fin de cuentas, esta percepción irrumpió violentamente en una sociedad que se había acostumbrado a triunfar y era lógico que los españoles sintieran una necesidad obsesiva de explicarse qué estaba sucediendo. Ante las Cortes de 1617, el presidente del Consejo de Castilla ya había prescrito el remedio ante la flaqueza que no era otro que reconocerla y sentirla. En otras palabras, ser consciente de ella y afrontarla. Pero era una sociedad en la que la política, entendida como una parte de la moral, buscaba una reflexión abstracta sobre la condición humana y su difícil relación con el cosmos. El entusiasmo de épocas anteriores se transformaba en melancolía, desengaño y amargura, y una actitud de introspección colectiva abría las puertas a un clima dominado por el pesimismo existencial. El hombre, criatura frágil e insegura, ya no podía ser considerado la medida de todas las cosas, sino un prisionero desgarrado por la tensión de fuerzas contrapuestas: materia y espíritu, luz y sombras. 

A finales del siglo XVIII se empezó a hablar de un Siglo de Oro, comprendido entre el reinado de Carlos V y el de Felipe IV, pensando sobre todo en el florecimiento de las letras. Una época de singular creatividad literaria que coincidió con una fase de decadencia política y económica. Esto plantea diversas interrogantes sobre si es posible que el infortunio actuase como estímulo para conseguir logros culturales. Sea como fuere, entre el último tercio del siglo XVI y el último del XVII, se produjo una excepcional hornada de escritores que apelaron a las situaciones paradójicas y realidades ambiguas expresadas en un lenguaje saturado de metáforas para transmitir la imagen del mundo dual y contradictorio en el que vivían.
Los autores de novelas fueron los que más crudamente reflejaron la crisis social al abandonar la temática heroica o fantástica para adentrarse en un realismo moralizante. Cervantes aportó su dosis de melancolía sonriente e hizo de las aventuras de don Quijote una brillante disquisición sobre la compleja relación entre ilusión y realidad. La picaresca fue la novela más característica del siglo XVII. En conjunto, las obras trataban sobre la precariedad de los bienes materiales, los bajos fondos de las personas, la vida como aventura, la astucia como defensa, los violentos contrastes de la realidad, el desencanto, la desorientación y la inquietud. 
La poesía fue el medio preferido para la reflexión intimista, el teatro usaba los dramas religioso-filosóficos de Calderón de la Barca o las comedias de Lope de Vega, lo cual fue un fenómeno cultural que caló profundamente en un mundo fascinado por el espectáculo, el brillo de los fuegos de artificio como consuelo de la oscuridad vital y distracción de la crítica social.
Lope de Vega - Imagen de dominio público
No resulta difícil encontrar puntos de relación entre esta situación y la que vivieron muchos europeos del siglo XV atenazados por una cadena de desgracias como la Peste Negra, el Cisma de Occidente o la guerra de los Cien Años, que alimentaron la creencia de que las puertas del cielo y las de la felicidad en la tierra, se habían cerrado definitivamente para los mortales. El principal consuelo que la Antigüedad proporcionó a las afligidas mentes del siglo XVII fue el estoicismo, doctrina que aconseja afrontar los desastres con entereza y resignación cristiana. Tácito fue traducido y cristianizado por Lipsio y se convirtió en libro de cabecera de muchos de los gobernantes de la época. En este marco, no es extraño pensar que fueran justamente las élites sociales las que más intensamente sintieran la necesidad de respuestas. 


2. La cultura dirigida y la cultura popular


- LA NUEVA IMAGEN DEL PODER:
La Corte pasó a ser un gran centro no sólo político sino también cultural. Un verdadero ejército integrado por escritores, pintores, arquitectos, músicos o escenógrafos... las élites gastaron mucha energía y dinero en desarrollar una cultura cortesana destinada a definir, a través del arte y la arquitectura, el fasto y la solemnidad de las ceremonias públicas, un lenguaje formal al servicio de la exaltación del Rey. 
La dimensión más visible dentro de esta nueva política de imagen, la proporcionaron los palacios. A inicios del siglo XVII se consideraba que los monarcas hispánicos no disponían de una residencia acorde con su poderío mundial. La vida en las residencias estaba pautada por una rígida etiqueta según la cual, la inaccesibilidad y la invisibilidad eran atributos de la realeza. Esta situación comenzó a cambiar en los años del gobierno del duque de Lerma, cuando se impuso entre la aristocracia madrileña un tipo de diversión cuyo marco natural eran los grandes jardines que ésta poseía en las afueras de la ciudad. 
Olivares pretendía ofrecer al Rey un jardín donde celebrar sus fiestas al aire libre y crear un teatro de las grandezas de la Monarquía. El palacio del Buen Retiro constituyó la respuesta más clara a la necesidad de disponer de un nuevo escenario donde presentar la imagen pública del monarca. Su decoración estuvo exhaustivamente estudiada con el objetivo de exaltar la dinastía y justificar su política. El paradigma de este planteamiento recaía en el Salón de Reinos, destinado a alojar las principales ceremonias públicas, su decoración pictórica estaba organizada de una manera totalmente calculada y diferenciada. Mensajes dirigidos a una minoría selecta formada por cortesanos.
Palacio del Buen Retiro en el siglo XVII - Imagen de dominio público
Para el resto de la población, la posibilidad de participar en la exaltación del monarca se presentaba con motivo de las múltiples ceremonias públicas con sus desfiles, autos sacramentales o fiestas profanas, que tenían como escenario las principales calles y plazas. Los arcos triunfales y las decoraciones efímeras tenían como principal objetivo hacer patente la antigüedad, lealtad y glorias de la ciudad, así como los privilegios y franquicias que el recién llegado debía respetar. Por su parte, el monarca, identificado con los héroes clásicos, aprovechaba la ocasión para recordar el orden establecido y la obligación de respetarlo. 

El denso calendario celebrativo protagonizado por el soberano tuvo su parangón en las principales ciudades de la Monarquía donde las élites sociales y las autoridades locales se miraron en el espejo de la corte. El poder político y simbólico se concentró en ciudades como Sevilla, Lisboa, Valencia o Nápoles, convirtiéndolas en importantes focos de atracción de masas de campesinos. 


- MECENAZGO e INNOVACIÓN:
La conducta de la Monarquía despertó un fuerte instinto de emulación entre las capas superiores de la sociedad, que pasaron a considerar el mecenazgo de las artes y las letras como una actividad distintiva de su rango. La nueva ética de la aristocracia, que tras haber superado el viejo dilema entre las armas y las letras, había pasado a considerar el mecenazgo cultural no solamente como un ornato sino como un elemento fundamental para la acción de gobierno y la conservación del estatus social. 

La iniciativa de los grupos dirigentes iba a tener consecuencias directas tanto en la redistribución de los principales focos de irradiación cultural. Las universidades que, sobre todo a través de Alcalá y Salamanca, habían ejercido un papel predominante en el siglo XVI, perdieron ahora gran parte de su antigua influencia. Las cuatro grandes facultades de Derecho, Teología, Medicina y Filosofía, continuaron dominadas por un pensamiento de matriz escolástica que, sin embargo, había abandonado algunas de sus actitudes más renovadoras. Su principal misión pasó a ser la formación de letrados para nutrir la creciente burocracia generada por la Administración real

En las academias aristocráticas se daban cita alrededor del mecenas, literatos, pintores, médicos o juristas para presentar sus ingenios y dialogar sobre artes, letras y ciencias. Los emblemas constituyeron el paradigma de una cultura aristocrática y conservadora que buscaba advertir de los peligros de la mudanza y la alteración del orden establecido. La filosofía, la teología, el derecho o, incluso la ciencia y la técnica, debían servir, no para explorar nuevas posibilidades, sino para consolidar el sistema establecido. Esta era una cultura de sometimiento del individuo al marco de un orden social tradicional

A la pregunta de si estos acontecimientos supusieron un freno para las energías renovadoras de artistas y escritores, cabe responder que la mayoría de ellos aspiraron a integrarse en el círculo de alguno de los grandes patrones y ello comportaba la aceptación de las reglas establecidas. Por otra parte, incluso Velázquez o Quevedo, dependieron para su sustento de la generosidad de sus patronos. Y, sin embargo, aunque a veces tuvieran que pagar por su atrevimiento, muchos de ellos se sintieron lo suficientemente independientes para mostrar su disconformidad. 

En este sentido, la literatura castellana gozó en su tiempo, tanto dentro como fuera de España, de una magnífica fama de escandalosa. Obras como Fuenteovejuna de Lope de Vega o el Alcalde de Zalamea de Calderón, pertenecieron al teatro de protesta, Góngora no tuvo inconveniente en compaginar su condición de poeta de corte con su visión crítica de determinadas políticas oficiales. La conclusión es que, ya fuera por inadvertencia o por liberación, los mecenas españoles jamás llegaron a apretar el corsé hasta el punto de asfixiar cualquier expresión de disconformidad. Ante esta constatación se desvanece la interpretación de la cultura hispánica del siglo XVII como una gran campaña propagandística.
Luis de Góngora - Imagen de dominio público
- CULTURA POPULAR:
En los últimos años se ha abierto camino la interpretación de Mijail Bajtin que habla de una circularidad e interdependencia entre la cultura sabia y la popular. Roger Chartier ha dado un paso adelante negando la existencia de una frontera rígida entre ambas. 
Uno de los ejemplos más claros de ellos es el teatro, una manifestación de origen popular asimilada por los gustos de la aristocracia. Tanto por los temas que trataba como por los lugares de representación, los corrales de comedias, el teatro del siglo XVII constituyó un punto de encuentro de grupos sociales muy diversos. El ámbito donde esta frontera resultó más borrosa fue el de las creencias. El monarca Felipe IV y su valido el conde-duque de Olivares, mostraban una plena aceptación de creencias populares que, en ocasiones, adquirieron carácter de verdaderas manifestaciones públicas. 


3. Las nuevas formas de la experiencia religiosa 


La influencia del catolicismo en la configuración del universo mental de los hombres del siglo XVII hay que tomarla en consideración. La consecución de un imperio de escala universal y una extraordinaria serie de victorias habían incentivado, especialmente entre los castellanos, el convencimiento de ser el nuevo pueblo elegido por Dios para promover su gran designio, que pasaba por la conversión del infiel, la extirpación de la herejía y el establecimiento del reino de Cristo en la tierra. 
En su diagnóstico sobre las causas de la decadencia, casi todos los arbitristas habían coincidido en señalar la relajación moral como la más dañina de todas (evidentemente la moral no tenía nada que ver con verdaderos factores de la crisis, como por ejemplo la mala recaudación, la no tributación de los nobles, la subida del precio de los arrendamientos...etc.,). Antes bien, los desastres podían ser interpretados como motivo de esperanza siempre y cuando fueran acompañados de un reforzamiento de la fe, una purificación de las intenciones y una reforma moral de las conductas. 

No tenemos que caer en la creencia que la profunda religiosidad del siglo XVII es solo consecuencia del Concilio de Trento (durante mucho tiempo el término Contrarreforma para designar la religiosidad española surgida del Concilio de Trento), ya que sino estaríamos olvidando que el concilio no fue un punto de partida sino la culminación de un verdadero proceso de regeneración que había comenzado a finales del siglo XV con el programa de reformas emprendido por el cardenal Cisneros. Regeneración interior del individuo mediante un proceso purificador de los sentidos que debía conducirle a la unión afectiva con el Creador. 
Ésta era una propuesta dirigida a los espíritus más sensibles. Por supuesto, los pastores de la Iglesia católica en España no se sentían muy felices ante la perspectiva de una grey dirigiéndose directamente al Creador sin contar con su mediación. Pero, en conjunto, su conducta estuvo más dirigida a encauzar que a reprimir. El resultado fue la victoria de un tipo de religiosidad que se aproximaba más a la ascética propuesta por Ignacio de Loyola que a la mística de Teresa de Ahumada. 
Los jesuitas eran muy conscientes de la multitud de problemas que podía acarrear la imagen de una divinidad dominadora, distante e inaccesible. Una divinidad de estas características provocaba desesperanza y favorecía la pasividad y el desinterés por cualquier esfuerzo para merecer la salvación. Para evitarlo, había que promover una religión próxima a las personas, basada en la contemplación de la humanidad de Jesucristo que constituía el modelo por excelencia
El método más eficaz para conseguirlo era el expuesto por Loyola, que consistía en la meditación de las principales escenas de la vida de Cristo para suscitar en el alma sentimientos de contrición y alabanza al Creador. La mejor forma de probarlo era mostrar el ejemplo de aquellos que habían alcanzado la meta. Por ello, los santos pasaron a ocupar el lugar que los héroes clásicos habían tenido en el Renacimiento. A partir de 1588, se asistió a un aluvión de canonizaciones, con la elevación a los altares de san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y santa Teresa de Jesús, además del patrono de Madrid, san Isidro Labrador. 

La Iglesia católica puso toda su confianza en la capacidad persuasiva de las palabras y las imágenes. En pocos años, las iglesias españolas se poblaron de multitud de cuadros, frescos, retablos, esculturas o decoraciones en los que los artistas actuaron como transmisores del mensaje concebido por los teólogos con el objetivo de persuadir a los fieles y reforzar los principales aspectos del dogma cuestionado por los protestantes. 
El catolicismo español emprendió una defensa ardiente de la necesidad de las buenas obras, pero éstas de poco servían para la salvación del alma si no iban acompañadas de la ayuda que Dios proporcionaba a los hombres a través de los sacramentos. Especialmente la Eucaristía y la Penitencia, contra los que Lutero había arremetido directamente, encontraron en los miembros de la Compañía de Jesús a sus principales apóstoles. 
Las representaciones de los santos sustituyeron casi por completo a los temas bíblicos, tan frecuentes en épocas anteriores. Una de las principales innovaciones se produjo en el modo de mostrar a la Virgen, presentada como madre y protectora en los momentos de dificultad, sus imágenes pasaron a ocupar un lugar preeminente en los principales templos como la catedral de Granada. Con el paso del siglo, las representaciones perdieron el tono dramático de las escenas de la Pasión para acentuar su proximidad a las personas, dando lugar a la sensibilidad amable y risueña de las pinturas de Murillo y las esculturas de Salzillo. 

Esta apelación a la sensibilidad actuó como un motor que desencadenó manifestaciones colectivas en forma de revelaciones, apariciones, éxtasis, locuciones o estigmas que la jerarquía no siempre estuvo en condiciones de controlar. Esto ocurría especialmente en las principales festividades del año litúrgico, fuera de la Semana Santa, para llorar los sufrimientos de Cristo en la cruz, o la fiesta del Corpus Christi para congratularse por el triunfo de la Eucaristía. 


4. Pensando el Barroco 


A diferencia de lo que ocurrió con los humanistas de los siglos XV y XVI, unidos en su admiración por la Antigüedad y su menosprecio por el mundo medieval, los artistas e intelectuales del XVII apenas tuvieron conciencia de pertenecer a un movimiento colectivo. Nunca utilizaron una etiqueta para autodefinirse.
El verdadero salto cualitativo a la hora de considerar el Barroco como una etapa de la historia del arte con personalidad propia y perfiles definidos, lo dio Heinrich Wölfflin (Renacimiento y Barroco, 1888) al considerarlo como una ruptura violenta con la plástica del Renacimiento, centrando toda su atención en establecer las oposiciones entre ambos: lo lineal frente a lo pictórico, la superficie plana frente a la profundidad. Mientras el Renacimiento sería un arte del ser, el Barroco lo sería del parecer. 

Todas las lecturas coincidían en presentar al Barroco como una deformación del Renacimiento a partir del cual se explicaban sus propias características. La reivindicación del Barroco como un universo cultural con una personalidad definida no se ha producido hasta fechas relativamente recientes. 
El Barroco fue un mensaje lanzado y controlado desde el poder político, social y eclesiástico, temeroso de la progresiva erosión de un sistema de ideas hegemónico hasta bien avanzado el siglo XVI. Los gobernantes tomaron mayor conciencia de la importancia de combinar la fuerza con la persuasión para conservar y legitimar su poder. 

El Renacimiento no se dirigía a los estamentos populares sino a una élite ciudadana que dominaba un espacio física y socialmente ordenado. Por el contrario, las ciudades donde emergió la cultura barroca fueron urbes caóticas que habían experimentado un crecimiento descomunal generando bolsas de pobreza inasimilables. Unas ciudades donde el contraste entre la inmensa riqueza de unos pocos y la pobreza extrema de la mayoría resultaba insultante. Con el Barroco encontraremos por primera vez una cultura vulgar dirigida a las masas. Los ejemplos más claros de ello fueron las comedias y la producción masiva de objetos estéticos de contenido ideológico, desde los grabados a la literatura de cordel, pasando por la imaginería y los retablos. 

Ante tal panorama, no es de extrañar las discrepancias en cuanto al establecimiento de sus márgenes cronológicos. En general hay un acuerdo en hacer coincidir la fase de plenitud barroca con el reinado de Felipe IV (1621-1665) y el inicio de la desintegración con la década de 1680 tras la cual, pervivirían muchas de las inercias del período anterior. 
Ricardo García Cárcel, siguiendo a José María Jover, propuso una periodización de carácter generacional: hasta 1630, la llamada “generación del Quijote”, caracterizada por el cansancio y una cierta melancolía desencantada; entre 1630 y 1680, la generación que sufrió las agudas crisis económicas y políticas de Castilla, marcada por la confrontación entre tradicionalistas y críticos. Finalmente, la generación de los llamados “novatores”, que introdujeron un nuevo talante y nuevas orientaciones científicas que preludiaban la llegada de la Ilustración. 

Nuestro mundo ha recuperado viejas formas y actitudes barrocas despojadas, eso sí, de toda esperanza en la trascendencia. En definitiva, el rechazo de un sistema ordenado por la razón ilustrada similar al desencanto que los hombres del Barroco sintieron ante la armonía del Renacimiento.

¡Feliz Viernes! - Hacer historia, aprehender la historia, aprendes la historia
16/Septiembre/2016

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