Continuamos en esta entrada viendo la composición y el sistema de gobierno de la monarquía española en la Edad Moderna.
1. Composición de la monarquía de España
La composición de "España" se forjó entre los siglos XV y XVI por la agregación de entidades políticas preexistentes en torno a un núcleo de poder, son uniones dinásticas y patrimoniales en torno a una Casa Real sin diseño previo de base étnica, lingüística o cultural. La Monarquía Hispánica procedía de herencias legítimas aunque hubo de usarse la fuerza y el consenso, sin ser nunca una unión arbitraria, por eso tuvo viabilidad política, aunque planteó problemas en el ejercicio del poder debido a sus peculiaridades y distancia geográfica, debiendo usar la colaboración interesada de las élites sociales.
Al hablar de Monarquía española se emplean distintos calificativos para destacar varios aspectos identificadores: se habla de Monarquía católica para reflejar la importancia del componente religioso, común a todos los súbditos y fundamento esencial de su constitución política; y de Monarquía de los Austrias y Monarquía hispánica subrayando el aspecto institucional y geográfico. En Europa se generalizó la denominación rey de España, que también se empleó en plural en documentos, sellos y monedas, pero en los documentos jurídicos más precisos siguió empleándose la relación completa de títulos de reinos, ducados, marquesados, condados y señoríos, lo que se ajustó más a su diversa realidad jurisdiccional.
Desde sus inicios, el derecho, la fuerza y la negociación actuaron conjuntamente en la formación de la Monarquía de España. Vamos a ver estos tres aspectos.
A) TERRITORIOS HEREDADOS:
El derecho sucesorio era el elemento de mayor unión entre el rey y sus súbditos, el rey natural era el enraizado en su pueblo con una fidelidad ganada a través de generaciones, pero los matrimonios entre casas reinantes abocaban a la acumulación de títulos, fortaleciendo al rey a la vez que lo alejaba de sus súbditos. Si formalmente era fácil de aceptar, las implicaciones prácticas resultaban distorsionantes: que la Monarquía castellano-aragonesa se gobernarse desde Castilla disgustó a catalanes, aragoneses y valencianos. Sentían el alejamiento del poder y la dificultad de hacer reconocer sus méritos por medios de intermediarios, nunca satisfecha del todo por medio de sus ministros.
El derecho sucesorio no siempre resultaba concluyente, en esos casos el consenso social o el uso de la fuerza actuaban entonces como árbitro entre varias alternativas legitimistas. Se utilizó también el derecho feudal y las teorías sobre el poder universal del Papado, precedidas en muchos casos por el ejercicio de la fuerza, pues diversas bulas papales revistieron de legalidad la conquista de las Canarias, de las Indias y del reino de Navarra. Por su parte, Carlos V utilizó su condición de Emperador para vincular a su Monarquía dos territorios muy importantes: el Milanesado y los Países Bajos
B) TERRITORIOS CONQUISTADOS:
Los cronistas de la época atribuían un valor de conquista a la incorporación a la Monarquía española de los reinos de Milán, Nápoles y Sicilia, junto con Navarra.
Canarias, las Indias y Granada debieron en mucho a la fuerza militar pero fueron empresas particulares autorizadas por el rey, todas fueron guerras destructivas que condujeron a grandes cambios sociales, político-institucionales, culturales y religiosos cuyo impulso provino de Castilla. La colonización, la sumisión señorial e incluso la esclavitud, la desarticulación de sus antiguas instituciones y autoridades tradicionales fue el destino de aquellas sociedades a corto o largo plazo. En Granada, las capitulaciones de rendición de la ciudad (1492) no se pudieron respetar mucho tiempo: la conversión forzosa (1502) y el exilio de la población morisca (1572) fue su destino.
Las conquistas de los reinos cristianos del siglo XVI (Nápoles, Navarra) tuvieron un desarrollo diferente: fueron empresas decididas directamente por el rey, aunque contaron con el respaldo entusiasta de las ciudades y de la nobleza de Castilla y de Aragón, ya fuese para estabilizar un flanco conflictivo o para incrementar su poder. Las tres conquistas fueron resultado de las tensiones con Francia en Italia, y con Inglaterra por el dominio del Atlántico y el Mar del Norte. Sin embargo, las conquistas no se acompañaron de cambios profundos porque no fueron producto de cambios revolucionarios, viendo mejor la negociación y la continuidad evolucionada de su política, la intermediación. Por su parte, Maquiavelo recomendaba a Fernando extinguir los linajes decisorios, mantener guarniciones militares y trasladarse a residir a los territorios conquistados.
C) TERRITORIOS ADQUIRIDOS POR NEGOCIACIÓN:
Las conquistas de los reinos cristianos no perduraron como regímenes de ocupación militar sino que más bien dieron paso a un nuevo equilibrio basado en la negociación con las élites, que garantizase su defensa y mejorara sus oportunidad de prosperar. En el caso de Portugal, Felipe II en 1581, ante las Cortes reunidas en Tomar negoció una carta de mercedes, gracias y privilegios que debían contentar las reclamaciones de hidalgos, del clero y de las ciudades. Semejantes acuerdos se adoptaron tras la rendición de Nápoles o de Pamplona. El rey victorioso tendría más autoridad al negociar las concesiones a las distintas provincias, ocasión para las familias más activas y ambiciosas para escalar posiciones sociales dentro del nuevo entramado regio, acaparando el favor del rey, de los validos y seguidores en el siglo siguiente. En una Monarquía poderosa, sus miembros podían ganar en orden y seguridad.
* Uniones accesorias y uniones principales: en el siglo XVII se consideraba que la Monarquía de España se había unido en base a dos criterios:
- Al modo de Las Indias, es decir gobernándose en todo por las leyes, derechos y fueros de Castilla.
- Al modo de los reinos de Aragón, Nápoles, Sicilia, Portugal, Milán, Flandes y otros, agregándose pero sin perder sus leyes e instituciones anteriores.
Sin embargo, gobernar esta comunidad de unión de reinos resultó difícil por un doble motivo: la reserva de oficios, obligaba a que los oficiales del rey en cada reino fuesen del lugar, lo que dificultaba la elección así como su distancia respecto a los asuntos locales y provinciales; y la antigüedad de cada territorio y su proximidad al monarca, que estableció una jerarquía entre ellos ostentando la preeminencia Castilla aunque poco a poco fueron estrechando su colaboración. Luego, pese a los intentos unificadores de Olivares en los campos del ejército y de las Leyes, finalmente, se impuso la opción tradicional de respetar las diferencias por ser la más ampliamente compartida.
2. Proceso de agregaciones (1469-1580) y disgregaciones (1566-1714) de territorios
La articulación de la Monarquía de España se gestó en la boda de Fernando e Isabel (1469) y se desarboló definitivamente en virtud de los tratados de Utrecht y Rastadt (1713 - 1714) que pusieron fin a la Guerra de Sucesión Española. Vamos a ver cómo se ganaron y perdieron los territorios:
- Fernando el Católico era rey de Aragón y señor de Cataluña; sus antepasados habían conquistado a los musulmanes los reinos de Mallorca (1229) y de Valencia (1238), y habían ocupado los de Cerdeña (1234) y Sicilia (1282). Desde el siglo XV, el concepto de Corona de Aragón empezó a dar cuenta de un renovado poder real sobre un conjunto confederal básicamente mediterráneo.
- Isabel la Católica acumulaba los títulos de otros tantos reinos: unos cristianos en su origen (León, Galicia, Castilla) y otros reconquistados a los musulmanes (Toledo, Sevilla, Córdoba, Murcia y Jaén), todos ellos gobernados por una misma ley y por unas únicas cortes. Los Reyes Católicos desarrollaron una política expansiva, por conquista y esgrimiendo la autoridad pontificia sobre territorios contiguos: Granada (1482-1492), Canarias (1478-1496); las islas y tierras de las Indias (1492); una serie de plazas norteafricanas (Melilla, Mazalquivir, Peñón de Vélez y Orán, Bujía, Argel y Tripoli); el trono de Nápoles (1504) y el reino de Navarra (1512).
- Carlos V, como emperador del Sacro Imperio, vinculó a la Monarquía de España territorios aislados pero de gran riqueza humana y material, y de vital importancia estratégica. En 1540 el ducado de Milán y los condados y ciudades dependientes de él (Lodi, Pavía, Como, Cremona). Poco después, la soberanía de 17 provincias de los Países Bajos, vinculadas sucesoriamente y recién unidas, cedidas a su heredero en 1555 y una serie de fortalezas costeras en la Toscana desgajadas tras la rebelión de Siena.
- Felipe II añadió el reino de Portugal, territorio peninsular más sus enclaves coloniales en la costa índica: península de Malasia e islas de las especias (Molucas y Java), además de las escalas africanas y en América, la costa suroriental de Brasil. A finales del siglo XVI, algunos nobles y comunidades de irlandeses católicos y chipriotas y griegos ortodoxos le ofrecen vasallaje y aceptó el señorío de Cambrai- Cambrésis. En contrapartida, hubo de enfrentarse a un movimiento disgregador: la rebelión de los Países Bajos, desatada en 1568 y latente ochenta años. En la paz de Münster, 1648, se admitió la independencia de la República de las Provincias Unidas. Los Países Bajos españoles fueron cedidos a Isabel Clara Eugenia y a la muerte de su esposo el archiduque Alberto de Austria se reincorporaron a la Monarquía de Felipe IV.
La estructura imperial se mantuvo en pie, hasta 1713-1714, incluso en 1640 con las rebeliones de talante disgregador de Portugal y Cataluña que se saldaron con la secesión de Portugal, reconocida en 1668. La paz de los Pirineos (1659) sancionó la pérdida de la Cataluña norpirenaica (condados de Rosellón y parte del de Cerdeña), además de la provincia de Artois, en los Países Bajos. Y las sucesivas derrotas ante Luís XIV de Francia supusieron la erosión de buena parte de las provincias leales de los Países Bajos. Ya en América, desde 1635, franceses, ingleses y holandeses ocuparon establemente algunas islas de las Antillas menores en el Caribe, pero nada en el continente.
3. Ausencia y representación del rey en los territorios de la monarquía
El rey tuvo que adaptarse a las diferencias jurídicas e institucionales, residente en Castilla desde Felipe II, gobernaba a distancia a los súbditos. La ausencia de la persona se suplió mediante el uso de recursos similares en toda la Monarquía: la delegación del poder y de la autoridad real en representaciones personales colocadas en el vértice institucional de cada territorio. La delegación nunca fue absoluta: el monarca se reservaba ciertas atribuciones y prerrogativas en las instituciones de gobierno que lugartenientes, virreyes y gobernadores recibían junto con sus nombramientos; se trataba de mantener el control sobre el ejercicio del patronazgo y sobre la administración suprema de la gracia.
La provisión de los cargos más preeminentes nunca se le escapó al rey de las manos, lo mismo que la concesión de tratamientos y títulos de nobleza con el fin de remunerar servicios prestados y fomentar el servicio y la fidelidad de los súbditos. Estas reservas justifican el afianzamiento de organismos de gobierno en la Corte como los Consejos particulares o territoriales, órganos de consulta de los asuntos de los territorios, tribunales supremos de justicia y altas instancias gubernativas. Estos Consejos estaban organizados jerárquicamente tal y como lo estaban los distintos reinos, con el centro político de la Monarquía, constituido por Castilla y sus Consejos de gobierno.
La designación de delegados personales de rey en cada territorio, fue una de las máximas políticas, esta representación, no resultaba necesaria en Castilla, donde Carlos V residió habitualmente desde 1559, si bien con intermitencia, encomendándose el gobierno a lugartenientes personales cuyos titulares, casi siempre fueron miembros de la familia real. Este tipo de delegaciones personales contaba con precedentes de una doble tradición borgoñona y aragonesa, donde era una tradición habitual desde la etapa medieval y se hallaba firmemente afianzada en el siglo XV. Cuando la corte permanente sustituyó a la itinerante, resultó imposible la ficción de la presencia intermitente del monarca en cada uno de sus dominios. En este sentido, 1561 es un año clave para la construcción de la monarquía hispánica marcada por el alejamiento físico del monarca, que Felipe II se propuso contrarrestar haciendo uso de recursos institucionales y simbólicos.
La esencia de la lugartenencia real tenía una doble vertiente institucional y simbólica que se reforzaba mutuamente, pero implicaba que otra persona suplantara el poder del rey y se mantuviera en el territorio durante su ausencia. Los progresos en ambas direcciones se materializaron en la clarificación creciente de las competencias asignadas a los representantes del rey, a la vez que en los controles sobre su gestión.
El contenido de las instrucciones de gobierno es clave para comprender su evolución, así como el empleo de instrumentos de naturaleza simbólica cada vez más refinados. Los lugartenientes regios no necesitaban sólo de recursos legales que sustentaran sus potestas, sino también de los alegóricos que reafirmaran y evidenciaran su auctoritas.
El lugarteniente del rey ejercía sus funciones bajo el título de gobernador general o de virrey, la denominación oficial variaba según el territorio. La de virrey fue la más extendida, empleada en los reinos de la Corona de Aragón (Aragón y Valencia, principado de Cataluña, Mallorca, y en los italianos de Cerdeña, Sicilia y Nápoles) y exportada a las Indias (Perú y Nueva España) y a los reinos de Navarra y de Portugal. En el ámbito europeo, la de gobernador estuvo vigente en los Países Bajos y en el estado de Milán, y dentro del ámbito castellano, en zonas periféricas como Galicia y Canarias, así como en múltiples demarcaciones americanas y en Filipinas.
Las atribuciones de virreyes y gobernadores fueron similares. Los poderes diferían en función de las circunstancias de la lugartenencia, y de la calidad o condición de quien la asumía. Los había propietarios e interinos en el cargo, ordinarios y de sangre real, el grado de autonomía de cada uno, consustancial a la mayor o menor delegación conferida por el rey en las instrucciones de gobierno, no siempre fue el mismo. Las Instrucciones se elaboraban para cada relevo, cada uno tenía las suyas pero eran generalmente muy similares, aunque hubo algunas preparadas muy detenidamente, delimitando las funciones con claridad. Es posible establecer una evolución de estas instrucciones, en un primer momento, no pasaban de ser simples apuntamientos o advertencias para orientar la labor de los lugartenientes del rey, enunciaban principios generales de gobierno e incluían recomendaciones para resolver problemas concretos, pero su función era más indicativa que normativa.
Conforme avanzó el reinado de Felipe II, incorporaron cláusulas cada vez más esclarecedoras con lo que se asistió a una progresiva definición del cargo, Y sus facultades y actos de gobierno quedaron perfectamente delimitados por una reglamentación jurídica configurada a tal efecto y promulgada en nombre del rey por los respectivos Concejos territoriales. La fundación, refundación o reforma de los Consejos de Indias, Italia y Aragón entre otros, impulsaron este proceso de definición de la lugartenencia regia.
El término instrucciones de gobierno engloba a un conjunto variable de despachos, desde el preceptivo título o patente de comisión de lugarteniente hasta una instrucción secreta para su uso exclusivo que matizaba el verdadero alcance de la comisión: en ella, se enumeraban las restricciones aplicables a su gestión y la reducción de sus facultades en materia de patronazgo. Asimismo, existía una instrucción particular que contemplaba todas las esferas de la administración del territorio, y que solía establecer las funciones, la composición y el procedimiento de los tribunales, consejo y órganos superiores de gobierno de dicho territorio, clarificando el tipo de relación que el lugarteniente debía mantener con ellos. Por último, podía haber una instrucción llamada general, ordinaria o pública, según el período y el ámbito territorial cuyo contenido era comunicado a todos los ministros y autoridades del territorio y solía transmitir la idea de respeto a los ordenamientos constitucionales y a los equilibrios de poder existentes. Las instrucciones de gobierno son consideradas herederas de las llamadas ordenanzas de regencia que Carlos V entregó a sus lugartenientes y regentes a partir de 1517.
La elección de parientes próximos para asumir la representación del rey en los diferentes dominios de la monarquía resultaba plenamente consecuente con el carácter de la lugartenencia real. Lo más adecuado para el monarca era tener parientes que le representasen, pero dada la extensión de los territorios gobernados, era imposible colocar parientes en todos los puestos, por lo que en estos casos se recurría a personas de la alta nobleza, pero sin parentesco con el rey.
Pese a su menor idoneidad, los miembros de la alta nobleza titulada asumieron la representación del rey en la mayoría de los reinos y provincias porque en este colectivo, la oferta de candidatos y el campo de elección fueron amplios. Por sus funciones, características y relevancia, el cargo resultaba muy atractivo para los linajes más distinguidos y para las facciones de mayor pujanza en la Corte Regia, éstos competían por ocupar una posición preeminente en el entorno real, de hecho, la obtención de un virreinato o una gobernación representaba un hito en la carrera política de cualquier aristócrata. En parte, porque tal experiencia resultaba decisiva para aspirar a una plaza en el Consejo de Estado, verdadero colofón de la carrera nobiliaria. Mediante la selección de candidatos más aptos, el monarca pudo ejercer una política a favor de las facciones y de linajes acordes con sus intereses, que contemplaba la satisfacción y la frustración de expectativas.
- La Capitanía General y la Lugartenencia Real: desde temprano, el supremo delegado territorial del monarca combinó una doble dimensión: la político-administrativa, ligada a la lugartenencia real, y la militar, ligada a la capitanía general. El Lugarteniente real (nexo de unión entre la Corte Regia y un determinado territorio), era también el máximo responsable de la seguridad y la defensa de ese espacio jurisdiccional. El mando supremo sobre las tropas desplegadas era otra de sus atribuciones y el monarca se lo confería bajo el título de Capitán General (título que acumulaba junto al de virrey o gobernador). Originariamente, la jurisdicción civil y la militar habían estado separadas en algunos territorios, en especial los de la Corona de Aragón, pero el conflicto entre los titulares de ambas aconsejó que los virreyes y gobernadores acumularan la capitanía general desde el reinado de Carlos V, duplicidad jurisdiccional que también originó problemas.
La faceta militar del cargo adquiría mayor protagonismo en territorios fronterizos, como Cataluña, Nápoles, Sicilia o Cerdeña, y sobre todo en los más aislados y expuestos, como Milán y los Países Bajos. La organización de la defensa y, en múltiples coyunturas, la propia dirección de la guerra, resultaba ser la principal responsabilidad del lugarteniente del rey. En tales circunstancias, su relación con las autoridades políticas y judiciales ordinarias solía deteriorarse y en ocasiones lo que no podía hacer con fines políticos como lugarteniente del rey, trataba de hacerlo como capitán general, lo que generaba contestación por parte de los vasallos y de las instituciones locales.
Con todo, la fusión de ambas comisiones resultó más práctica que su separación, como demuestran algunos ejemplos tardíos de incorporación de la autoridad civil a la militar y de la militar a la civil, en los Países Bajos y en Portugal. Además, el mando supremo de los ejércitos más poderosos de la Monarquía fue asumido por alguno de estos lugartenientes, en especial, los de Milán y los Países Bajos. En ambos casos, las fuerzas militares consolidaron un aparato administrativo y financiero muy desarrollado, cuya gestión controlaba el capitán general con ingresos del propio territorio y recursos exteriores.
El control de los lugartenientes y de los capitanes generales, por la distinta naturaleza de sus atribuciones, se ejerció de modos diferentes, siempre superpuestos al recorte formal de sus facultades que suponían las instrucciones de gobierno, complementándose con otros controles en el doble ámbito de lo público y de lo privado. En el público, el rey contaba con una serie de organismos y de ministros reales específicos colocados cerca de su persona, en la cúpula gubernativa del territorio, con nombres y prerrogativas diferentes en cada reino o provincia (audiencias, concejos, etc.), en ocasiones capacitados para corregir y rectificar los actos del lugarteniente del rey. En ese caso, debían de ponerlo en conocimiento del monarca para su ratificación o impugnación. En el ámbito privado, su desempeño competía al personal que mantenía una relación más estrecha con el lugarteniente regio, sus colaboradores y su confesor. Si el lugarteniente era un príncipe de sangre, la supervisión de sus actuaciones se podía ejercer desde su casa, por medio de servidores de confianza del rey o del valido que vigilaran quiénes disfrutaban de su cercanía y, con ello, podían ganar su favor.
Los controles del capitán general se establecieron casi siempre en el ámbito hacendístico militar, pues en tiempo de guerra, éste disponía de ingentes sumas de dinero. El monarca delegaba en el capitán general la decisión sobre los pagos que hacía la Tesorería militar, pero reservaba para sí la definición de las grandes líneas de la política de gastos, mediante la remisión de órdenes específicas para orientarla, del mismo modo que la propia estrategia de cada campaña. Las amplias condiciones de la delegación permitían al capitán general desarrollar un amplio patronazgo en el seno del ejército y crearse, con dinero del rey, una clientela afecta ente sus subordinados, mediante la asignación arbitraria de pensiones, sobresueldos y complementos de cualquier naturaleza. Los reyes se esforzaron en contrarrestar y controlar la autoridad de sus capitanes generales mediante el establecimiento de Juntas de Hacienda y de Juntas de Guerra que condicionaban las decisiones del capitán general en materia de pagos, promociones y ascensos, organismos que establecían controles administrativos recíprocos. El monarca pretendía evitar con esto que sus capitanes generales pudiesen convertirse en caudillos, al tiempo que se aseguraba no perder el control sobre sus ejércitos, aunque la propia organización de las finanzas militares facilitaba estos contrapesos. En resumidas cuentas, los cargos, aunque con muchísimo poder, no podían actuar por su cuenta o traicionar al rey porque quien mandaba el dinero era el rey.
4. La Corte provincial en los virreinatos como representación del rey
Para el desempeño de su función representativa, virreyes y gobernadores se servían de elementos simbólicos que dotaban a su entorno de la majestad propia del monarca. La reproducción de los códigos de comportamiento cortesano y la asunción del esplendor y solemnidad ceremonial y festiva en la Corte Regia funcionaban como mecanismo de legitimación adicional y contribuían a compensar la ausencia del soberano en cada territorio.
El aparato ritual y protocolario subrayaba su condición de alter ego real y satisfacía las expectativas y aspiraciones de los súbditos. Los grupos privilegiados contaban con un espacio propio y privativo para la exteriorización de su rango, la exaltación de su linaje y la sanción de su preeminencia social y política en el seno de cada comunidad.
Las Cortes virreinales eran una transposición de la Corte Regia de Madrid, desplegados alrededor del palacio del lugarteniente se situaban espacios centrales de poder, focos de atracción de las élites provinciales, que buscaban la cercanía del lugarteniente para obtener su favor, y como espacios lúdicos para la sociabilidad nobiliaria. El espectro de celebraciones cortesanas era amplio, comprendían solemnes actos públicos marcados por el calendario religioso general y local, festejaban los grandes acontecimientos de la Monarquía como las victorias y las paces, y solemnizaban episodios políticos y personales de la familia real y de la dinastía: funerales, nacimientos, esponsales, jera del heredero, viajes y entradas reales.
En este tipo de actos, la participación era mucho más numerosa y las propias ciudades se convertían en escenarios de representación ceremonial y festiva, había desfiles, procesiones, cortejos y comitivas de variado signo que llenaban todo el espacio urbano implicando a todas las corporaciones ciudadanas (conventos, cofradías, gremios, tribunales de justicia e instituciones del gobierno local)... Tales despliegues escenográficos, promovidos por las autoridades locales, respetaban los criterios vigentes para jerarquizar la sociedad y reproducían su organización corporativa. Lo cortesano era aún más importante cuando los virreyes o lugartenientes eran príncipes de sangre, entonces su Casa era una imitación de la Real y se llevaba además una política de mecenazgo artístico y cultural que enriquecía los territorios.
5. Los tribunales del rey: consejos, chancillerías, audiencias
El rey se hacía presente en los miembros de su monarquía, también, mediante sus tribunales. La administración de justicia emanaba de él era uno de sus principales atributos, aunque delegase de forma ordinaria en los tribunales, con la complejidad añadida de que una sociedad de estamentos y cuerpos políticos privilegiados requería una pluralidad de jurisdicciones (real, señorial, eclesiástica, militar, consular, etc.) que se adaptase a esa realidad.
El rey constituía el referente y el motor último, por ello, dos grandes principios informaban su estructura: el de control jurisdiccional jerárquico y el de justicia retenida por el rey. En los tribunales reales se impuso el principio de colegialidad de los jueces, que adoptaban los acuerdos por mayoría de votos, cuyo nombramiento dependió siempre del rey y, al menos teóricamente, nunca se vendieron ni patrimonializaron. En cada reino, salvo excepciones, existía una estricta reserva de oficios a favor de los naturales, aunque en la extensa Castilla las posibilidades de promoción de los letrados eran mayores y la carrera más variada.
No se distinguía bien lo jurisdiccional de lo administrativo, por ello los tribunales habitualmente funcionaban divididos en salas especializadas:
- En unas los oidores juzgaban los asuntos civiles.
- En otras los alcaldes sentenciaban los criminales.
Los Consejos territoriales en la Corte (Aragón, Indias, Italia, Portugal y Flandes), también impartían justicia. En el caso de Castilla, la justicia también se impartía en dos grandes Chancillerías, competentes al norte y al sur del río Tajo: la de Valladolid, reformada en 1489, y la de Granada, por traslado de la de Ciudad Real (1494-1505). En cada una de ellas trabajaban letrados superiores (oidores, alcaldes y fiscales), organizados en salas especiales (Civil, Criminales e Hidalgos, y de Vizcaya en Valladolid) además de “infraletrados” auxiliares (relatores, escribanos y procuradores) y personal subalterno (alguaciles). Por debajo estaban las audiencias de Galicia, de Sevilla y de Canarias, con alcaldes y oidores. Chancillerías y Audiencias, salvo excepciones, veían las causas en segunda instancia, como apelación desde las justicias ordinarias inferiores. De las Chancillerías, que eran tribunales supremos, solo cabía, en ciertos casos la suplicación a la sala de Mil y Quinientas del Concejo Real.
En la Corona de Aragón, las audiencias de Aragón y Cataluña (1493) se crearon a petición de las Cortes; las de Valencia, Cerdeña y Mallorca fueron decisión del rey, como en Castilla veían las causas de apelación de los tribunales inferiores. Las de Aragón y Cataluña eran supremas y ejercieron una gran autoridad oscureciendo el papel del tribunal de Justicia, la primera, y erigiéndose como intérpretes de los fueros en su labor de crear jurisprudencia, la segunda.
6. El control del rey a los tribunales: visitas y residencias
El monarca supervisaba la actuación de sus tribunales y jueces ordinarios mediante otro tipo de jueces investidos con poderes excepcionales, autorizados por comisiones extraordinarias: Jueces pesquisidores, jueces visitadores y jueces de residencia. Los dos últimos fueron los más habituales en los siglos XVI y XVII.
El juez visitador era un agente del rey provisto de una comisión que le facultaba para “visitar” los tribunales y ministros que ejercían su jurisdicción en un determinado lugar. Si la comisión se extendía a todos los asistentes en el territorio se trataba de una visita general, y si se circunscribía a una institución o magistratura en concreto, se trataba de una visita particular. Sus facultades eran dobles:
- Imponer coactivamente la ejecución de los andamientos que dictaba
- Iniciar el procedimiento por la vía inquisitiva, es decir iniciar un proceso judicial sin necesidad de contar con denuncias o acusaciones previas contra los jueces y ministros visitados.
Visitadores y jueces de residencia debían carecer de vínculos territoriales pero solían estar vinculados a facciones concretas en la Corte Regia. Ambos procedimientos degenerarían en meros ajustes de cuentas entre facciones, utilizados para facilitar el relevo de ciertas clientelas y grupos de poder.
7. Ciudades y villas. Su forma de gobierno: corregidores, regidores y alcaldes
Desde una perspectiva territorial y en un primer escalón, las familias se agrupaban en comunidades que adoptaban varias formas: ciudades, villas y lugares, tierras y valles. Estas comunidades, desde antiguo, no dependían solo de privilegios reales y fueros, sino también de ordenanzas y concordias de elaboración propia, y de la costumbre. El derecho común les reconocía una amplia capacidad para organizarse y gobernarse por sí mismas y el rey debía velar exclusivamente por la justicia, salvaguardando el bien común y la paz. A un nivel superior, estaba el reino como comunidad de comunidades bajo el gobierno inmediato de un soberano.
En esta sociedad española donde la economía y las relaciones sociales estaban muy deterioradas, el gobierno local atendía, por sí solo, la mayoría de las necesidades inmediatas de los habitantes: los bienes comunes y baldíos, aseguraba el abastecimiento, respondía a las necesidades de instrucción, de sanidad, de beneficencia y defensa. Para organizar la vida en común gozaba de amplia capacidad normativa mediante acuerdos y ordenanzas, todo lo cual constituía el Gobierno económico. Sus formas concretas de organización era diversas y los reyes no pretendieron modificarlas, pudiendo supervisarlas a distancia.
En Castilla (solo en este reino), al frente de las principales ciudades había CORREGIDORES designados por el monarca, mientras que en Navarra y la Corona de Aragón los tribunales reales vigilaban las listas de personas entre las que se sorteaban los cargos. Las comunidades, sobre todo las más ricas, se gobernaron por sus élites naturales con una autonomía muy amplia. En general, el gobierno local de Castilla resultaba más aristocrático y más influenciable por el rey el de Aragón, donde la representación burguesa y artesana y la autonomía se mantuvieron vigorosas. Pero en ambos casos existe una misma tendencia a una oligarquización creciente en las principales ciudades.
Los corregidores se difundieron en Castilla con los Reyes Católicos, eran delegados del rey, que los enviaba por un tiempo limitado, habitualmente tres años. Participaban en el gobierno de las grandes ciudades y de algunas tierras y provincias: hubo entre 60 y 80 corregidores, dependientes del Consejo de Castilla. Su función de control administrativo y político sobre los regimientos aumentó, sobre todo en las ciudades con voto, vigilaban los ingresos y gastos, inspeccionaban pesos y medidas, intervenían en el ajuste de los precios de mercado, procuraban el orden público y la moralidad, y eran responsables de la seguridad militar en los territorios de frontera y costas. Presidían el Regimiento para autorizar y ejecutar los acuerdos. Recibían su salario de las rentas de la ciudad y encabezaban una reducida administración formada por tenientes, alcaldes y alguaciles.
Por debajo de los corregidores teníamos a los REGIDORES, que salvando las distancias podría ser hoy en día los concejales. En Castilla, desde las reformas de Alfonso XI (siglo XIV), se había extendido el sistema de regimiento frente al antiguo concejo abierto, el regimiento era una corporación con un número limitado de entre 10 y 30 regidores que ejercían todo el poder. Las regidurías eran vitalicias y renunciables, es decir, no tenían límite temporal y se podían transmitir por herencia o, incluso venderse, así la defensa de los intereses vecinales quedó muy restringida, sobre todo al sur del Tajo. Junto a los regidores coexistían los jurados, también patrimonializados desde el siglo XVI.
Los ALCALDES, por último, eran quienes administraban la justicia ordinaria en primera instancia, solían ser cargos anuales, elegidos por la comunidad, sin una particular cualificación técnica, y nombrados por el corregidor, y en Navarra por el virrey. El alcalde actual no tiene nada que ver con el de la Edad Moderna, porque el de la Edad Moderna era simplemente como un juez local.
En la Corona de Aragón (y también en Navarra) el sistema habitual a la hora de elegir los cargos de gobierno descansaba en la insaculación. Los cargos se renovaban anualmente mediante la extracción de bolas o teruelos, por la mano inocente de un niño. De ahí el nombre "insaculación", porque las bolas se sacaban de una especie de saco. Ser sorteado en una u otra bolsa dependía de la calidad de la persona. En general, la nobleza estuvo excluida del gobierno ciudadano hasta principios del siglo XVII. No existía la figura del corregidor en Aragón o Navarra, por lo que el control regio era menos directo y permanente. El rey debía aprobar, y podía modificar las listas de insaculados que se aprobaban y las audiencias y el Consejo Real, también el de Navarra, enviaban jueces insaculadores para actualizarlas o corregirlas.
En fin, con esto terminamos la presente entrada. En la próxima comenzaremos a hablar de la sociedad: los distintos estamentos y sus privilegios, y las clases sociales. ¡Hasta la próxima!
¡Feliz Jueves! - Hacer historia, aprehender la historia, aprendes la historia
25/Agosto/2016
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