Inauguramos la primera entrada sobre historia de la Edad Moderna en España hablando sobre demografía. Las primeras entradas las vamos a dedicar para hablar sobre demografía, economía y sociedad de manera general, para así entender mejor cómo era el marco en el cual nacía, vivía y moría una persona de aquella época. Cuando tengamos cubiertos estos aspectos, y bien explicados, pasaremos a hablar sobre la historia política más tradicional: Reyes Católicos, Felipe II, conquista de América... etc. Sin más dilación, comenzamos ya con la Edad Moderna en España.
1. Evolución de la población
Entre 1500 y 1850 España pasó de 4.2 millones de personas a 15.6 millones. La tasa media de crecimiento para todo el periodo fue superior a la del conjunto de Europa, y bastante por encima de las regiones mediterráneas, lo que supuso que en el conjunto del periodo estas regiones europeas multiplicaran su población por debajo de España. Sólo las regiones del noroeste de Europa superaron con creces el crecimiento español, Países Bajos e Inglaterra.
España no tuvo un crecimiento uniforme, ni siempre creció a un ritmo mayor que Europa. En el periodo 1650-1700 creció a la mitad de velocidad, y entre 1800 y 1850 tuvo una tasa ligeramente inferior. En los restantes periodos considerados, España creció igual o por encima de Europa. En el periodo 1700-1750 creció a un ritmo semejante a la media europea. Entre 1500 y 1650, el periodo de su hegemonía en Europa, España siempre creció por encima de la media europea, colocándose otra vez por delante durante la segunda mitad del siglo XVIII, el momento de máximo esplendor de la Ilustración borbónica.
Respecto a la media del mundo mediterráneo, las regiones más parecidas de su entorno, España siempre creció por encima de ellas, salvo para el periodo 1650-1700. En cambio, los países del noroeste de Europa tuvieron siempre un ritmo de crecimiento superior al español, que sólo “resistió” con dignidad durante la prodigiosa expansión del siglo XVI.
En resumen, un crecimiento demográfico importante durante el siglo XVI, por encima de la media europea y mediterránea hasta 1580-1589; una larga crisis durante el siglo XVII, sobre todo entre 1610 y 1659, sin apenas crecimiento demográfico, semejante a lo que sucede en Europa o en el Mediterráneo, aunque muy por debajo de las regiones del noroeste europeo, y, finalmente, una vuelta al crecimiento durante el siglo XVIII, hasta 1770-1779, a un ritmo por encima del resto del continente o del mundo mediterráneo hasta 1800. En general, la crisis del Antiguo Régimen y las guerras del periodo, aunque dejan su huella, no parecen tan graves y se sitúan en un contexto expansivo de la población. En esta visión del conjunto destaca la gravedad de la crisis de los años 1610 a 1659. Importa, entonces, preguntarse por qué España, que había estado durante el siglo XVI a la cabeza del crecimiento demográfico europeo, se separó en el siglo XVII de las regiones más prósperas de nuestro entorno, dando lugar a más de medio siglo de franca debilidad.
2. El hundimiento demográfico de la meseta y el gran crecimiento de la costa
Al finalizar el reinado de los Reyes Católicos, las regiones más pobladas se encuentran en el interior, en la meseta, principalmente en su porción septentrional. Entre el Duero y el Tajo se concentra casi la mitad de la población castellana, lo que hace de esta región el corazón demográfico, económico y político de la Península. En conjunto, el interior peninsular está más poblado que la costa, con la excepción de Valencia. El poderío de Castilla dentro de la nueva Monarquía se fundamenta en el vigor demográfico de la meseta central, pero este dominio demográfico de la meseta no duraría toda la Edad Moderna.
Esta situación se va a ver profundamente alterada durante los tres siglos y medio siguientes. La Castilla interior sufrirá con intensidad la crisis del siglo XVII y un prolongado estancamiento a continuación. En conjunto, el máximo de población alcanzado en torno a los años 1580 no se volverá a recuperar al menos hasta 1750-1760. Al comienzo de la Edad Moderna, más de la mitad de la población española se situaría en el interior frente a la costa, pero a finales del siglo XVIII la situación se habría invertido: en el decenio de 1610-1619 la costa sobrepasaría por primera vez a la población del interior. Este relevo del interior por la periferia se acelera durante el periodo 1570-1649. Este vuelco se debió a que, durante la Edad Moderna, el impulso de crecimiento viene de las regiones costeras, que tiran ahora del conjunto.
Los datos reflejan una ventaja estructural de las regiones costeras sobre las interiores, lo cual es perfectamente comprensible en el tiempo del capitalismo comercial. No en vano, el medio de transporte privilegiado de la Edad Moderna fue el barco, lo que permitía a las regiones más próximas a la costa mejores niveles de abastecimiento y un crecimiento demográfico más seguro. Sin embargo, hay dos momentos en los que la costa se despega con más intensidad que el interior. El primero corresponde al periodo de la crisis del siglo XVII, que fue mucho más intensa y duradera en el centro que en la periferia. El segundo momento coincide con la crisis de los años finales del Antiguo Régimen, en las regiones interiores los años malos durarán de 1780 a 1809, mientras que en las periféricas-costeras, prácticamente sólo el decenio de 1780-1789 tendrá una Tasa Neta de Reproducción baja.
Parece que las crisis generales, relacionadas con las crisis políticas graves, afectan con más intensidad al interior que a la costa. Una crisis del siglo XVII menos intensa, y sobre todo, una temprana recuperación, visible desde los años sesenta del siglo XVII, y un más intenso crecimiento durante el siglo XVIII y primera mitad del siglo XIX, explican el protagonismo de la costa. Esto hará que, a lo largo de la Edad Moderna, el centro de gravedad económico y demográfico se vaya desplazando desde la Meseta central hacia las regiones periféricas costeras.
Al hablar de costa se agrupa la franja del Cantábrico y la del Mediterráneo, que son dos áreas con estructuras demográficas, económicas y sociales muy distintas. Esta diversidad regional se refleja en una distinta cronología e intensidad del crecimiento. En el Cantábrico, la difusión del maíz desde los años 1630 hará que las tasas de crecimiento de esta región se coloquen a la cabeza de la Monarquía durante todo el siglo XVII. Sin embargo, el impulso al crecimiento procedente del maíz irá perdiendo fuerza durante el siglo XVIII y se habrá agotado en torno a los años sesenta y setenta del siglo XVIII. En el Setecientos, el impulso principal vendrá del Mediterráneo, que entrará en una larga e intensa fase de crecimiento humano, haciendo de esta región la protagonista destacada del Siglo de las Luces.
El desarrollo de una agricultura comercial, intensamente especializada, explicará esta fortísima expansión demográfica, a finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, los productos agrarios procedentes del Mediterráneo constituirán las principales exportaciones españolas a los mercados internacionales.
3. La red urbana española en la Edad Moderna
Aunque la tasa de urbanización (porcentaje de población urbana respecto del total) creció relativamente poco, la red urbana europea sufrió cambios muy notables, perdieron importancia relativa los pequeños núcleos urbanos a favor de las grandes urbes. A largo plazo, la Edad Moderna se caracteriza por la aparición de nuevas ciudades de dimensiones hasta entonces casi desconocidas en Europa. El proceso, generalizado, al menos en Occidente durante estos siglos, se acelerará durante el periodo 1550-1650. Las nuevas grandes ciudades que aparecieron durante los siglos XVI-XVIII fueron las encargadas de organizar los nuevos mercados regionales, nacionales e internacionales, base del esplendor económico de la era del “capitalismo comercial”.
Las capitales políticas de los nuevos Estados y los grandes puertos comerciales, sobre todo del Atlántico, son los nuevos protagonistas de esta etapa histórica. Unas desde el punto de vista político-institucional, otras desde el punto de vista económico, las ciudades organizarán los grandes mercados indispensables para transformar las nuevas oportunidades que la expansión atlántica ofrece. España también participó del mismo proceso de transformación, siendo las dos principales ejemplos de crecimiento urbano del siglo XVI Madrid, como capital de la Monarquía, y Sevilla, como centro del tráfico comercial con América. A lo largo del siglo XVI, la red urbana española sufrió una profunda transformación, tanto cuantitativamente como cualitativamente.
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Vista de Sevilla en el siglo XVII - Imagen de dominio público |
En España, a finales del siglo XVI, alrededor de 2 de cada 13 personas vivía en una ciudad. La tasa del 14,4% estaba escasamente por encima de la media en la Europa del Mediterráneo, la región más urbanizada del continente, y todavía por encima de los países del noroeste europeo. A partir de 1600, las tasas españolas retroceden con intensidad durante los 100 años siguientes, lo que implica un verdadero hundimiento de su red urbana que sólo recuperará su nivel en torno a 1700. A pesar de todo, la tasa de urbanización mantenida durante el conjunto de la Edad Media española es aceptable y con niveles semejantes a los de las regiones más urbanizadas de Europa.
España sería incapaz de mantener su red urbana durante los siglos XVII y XVIII; ésta, además, carecía de un núcleo central que articulara y vertebrara el territorio como una unidad coherente. No habría ciudades de más de 160.000 habitantes hasta el fin del Antiguo Régimen, con un retraso de casi 200 años con respecto al resto de Europa. Otro de los rasgos característicos de la estructura urbana española durante la Edad Moderna es su desplazamiento hacia el sur, donde la red urbana que ya era muy importante en 1500, casi triplica su peso demográfico durante el siglo XVI. A pesar de la intensidad de la crisis del siglo XVII, la tasa de urbanización sigue siendo muy importante en 1700. Entre 1500 y 1700, el desplazamiento de la población urbana hacia el sur es patente, a principios del siglo XVIII el 84% de la población urbana vive en las ciudades meridionales.
Este desequilibrio regional se suaviza algo durante el siglo XVIII y primera mitad del XIX. Dicho de otro modo, entre 1500 y 1750 el crecimiento urbano del país fue acompañado por un cierto desplazamiento de la red urbana hacia el sur, lo que provocó un creciente desequilibrio entre la España septentrional, cada vez menos urbanizada, y la meridional, con tasas de urbanización muy altas. Cuando, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la tasa de urbanización se recupere, lo hará sobre nuevas bases, ya no se concentrará en el sur, sino que la nueva red urbana será más equilibrada por la mayor intensidad del crecimiento urbano del norte.
Una última consideración. Si desde el punto de vista social, económico, político o cultural las ciudades son esenciales para explicar los cambios más relevantes de la Edad Moderna europea, desde el punto de vista demográfico las ciudades son verdaderos parásitos: viven del mundo rural. Las ciudades de la Edad Moderna tienen un crecimiento natural negativo (las defunciones son mayores que los nacimientos), esto es fruto de la combinación de dos factores comunes a todas las grandes ciudades europeas. En primer lugar el contacto intenso entre miles de hombres y la continua entrada y salida de personas, animales y objetos procedentes de múltiples lugares distintos, la hacen un medio ideal para la difusión de todo tipo de enfermedades infecciosas, lo que aumenta los niveles de mortalidad. En segundo lugar, la fecundidad de las ciudades es muy baja debido a una nupcialidad muy restringida, en la ciudad, la gente o bien se casa muy tarde, o no lo hace nunca, por lo que el porcentaje de solteros en las sociedades urbanas es muy alto. Esto explica el crecimiento natural negativo de las ciudades y su dependencia de la inmigración.
Lógicamente, a medida que las ciudades son más grandes, el flujo de inmigrantes debe aumentar. Si las ciudades crecen demasiado, pueden incluso provocar la despoblación del campo y el hundimiento general de la población. Si el campo se despuebla, se dejan de cultivar alimentos, y al final la ciudad que había ganado población con la emigración, sufre una crisis y vuelve a perder población por hambre y enfermedades. En la primera mitad del siglo XVI las ciudades absorbían entre el 40 y el 50% del crecimiento natural del campo, que soportaba el crecimiento del conjunto. Esta situación se modifica significativamente en la segunda mitad al recibir entre el 50 y el 60%, luego parece que es el hundimiento demográfico del campo el que ocasionará, con su caída, el de las ciudades, que tendrán que adaptar su tamaño a la nueva situación demográfica del país, pues dependen de la inmigración rural. La lenta recuperación del crecimiento demográfico durante la segunda mitad del siglo XVII explica el estancamiento urbano de este periodo. Habrá que esperar al crecimiento vigoroso del campo durante el siglo XVIII para que las ciudades se recuperen y retomen el crecimiento positivo.
Sin embargo, si distinguimos la situación de las regiones del norte, menos urbanizadas, y la situación de las regiones del sur, más urbanizadas, se observan dos panoramas completamente distintos. El menor peso de la red urbana de las regiones septentrionales hará que el crecimiento natural del campo esté siempre muy por encima de la inmigración a las ciudades y a América, dejando un margen suficiente para el crecimiento real del país. El crecimiento de la red urbana y las altas tasas de urbanización podrían ser, desde el punto de vista demográfico, la causa principal para explicar la crisis del siglo XVII en las regiones meridionales españolas, las que habían experimentado los procesos de modernización más importantes.
El hundimiento de la red urbana durante el siglo XVII en las regiones del sur pone de manifiesto que, aunque llegaron emigrantes del norte, como veremos más adelante, su afluencia no bastó para mantener el tamaño que las ciudades habían alcanzado durante la segunda mitad del siglo XVI. Sin nuevos inmigrantes, la renovación de los grupos urbanos fue imposible, entrando en un proceso de decadencia generalizada. Posiblemente, el aumento de la presión fiscal desde finales del siglo XVI y durante la primera mitad del XVII, que recaía especialmente sobre las regiones meridionales, hizo la vida en estas ciudades menos atractiva, reduciendo el flujo de nuevos pobladores norteños. Quizás, la revolución del maíz, al dar nuevas oportunidades de asentarse en su tierra a las poblaciones del Cantábrico, redujera la emigración hacia el sur, lo que pudo agravar la crisis de las ciudades del resto del país.
4. La esperanza de vida en España y los contrastes regionales
Es ya un tópico de sobra conocido que durante la etapa preindustrial los niveles de mortalidad eran mucho más altos que en nuestro tiempo. Las crisis de subsistencia, asociadas a las malas cosechas, o las infecciones, azotaban periódicamente a las poblaciones mermando sus recursos humanos. Un rasgo específico de la mortalidad del Antiguo Régimen es, también, la elevadísima mortalidad infantil. Esta situación parece que se agravaba en los países mediterráneos, donde las altas tasas de mortalidad de los niños de 1 a 4 años eran particularmente altas. La larga sequía veraniega asociada a los fuertes calores favorecía la difusión de las enfermedades del aparato digestivo, provocando en los niños diarreas, deshidratación y la muerte prematura.
En el caso de España, este panorama general permite algunas matizaciones. Existen fuertes diferencias en la esperanza de vida durante la época moderna. Estas diferencias en los niveles de mortalidad reflejan diferencias estructurales largamente mantenidas en el tiempo derivadas de las diferencias climáticas e históricas. Los niveles de esperanza de vida más altos se encuentran todos prácticamente en el norte, en las regiones de la franja del Cantábrico y en las provincias pirenaicas. En las regiones meridionales, con la excepción de Murcia, Alicante y Huelva, la esperanza de vida es inferior, destacando las regiones del centro peninsular por sus bajos niveles.
Estas diferencias entre regiones se explican prácticamente por la enorme disparidad en los niveles de mortalidad de los niños entre 1 y 5 años. Las regiones en las que la probabilidad de muerte de éstos es más baja son las regiones con más alta esperanza de vida. En este caso destacan las provincias situadas en el Cantábrico por sus bajísimos niveles de mortalidad infantil. Posiblemente, la mayor abundancia de ganado en el Cantábrico y los Pirineos, favorecía una alimentación infantil más rica en leche, lo que limitaba las infecciones del aparato digestivo, las deshidrataciones y la muerte prematura. Junto al clima, influía también el tipo de hábitat. En el norte, especialmente en el Cantábrico, la práctica ausencia de ciudades y el predominio de las pequeñas aldeas o casas aisladas, favorecía la incomunicación de las personas, haciendo más difícil la difusión de las enfermedades infecciosas. En las regiones del sur, la alta tasa de urbanización y el predominio de la población concentrada creaban las condiciones idóneas para la difusión de las infecciones, elevando las tasas de mortalidad, especialmente en los niños.
5. La nupcialidad y la edad del matrimonio
Durante la Edad Moderna la fecundidad de los matrimonios se atenía a parámetros naturales porque en España, como en general en el Occidente cristiano, las prácticas anticonceptivas eran raras, pero esto no significa que la fecundidad fuera muy alta. Las dificultades para formar una familia retrasaban el momento del matrimonio, lo que reducía la descendencia, como en Europa, en España la edad de matrimonio era bastante tardía.
A finales del siglo XVIII las mujeres se casaban en España con algo más de 23 años. Este retraso en la edad de matrimonio reducía los años de convivencia común de los nuevos cónyuges, lo que limitaba su fecundidad. Pero este retraso no era igual de intenso en toda España. En la franja del Cantábrico las mujeres se casaban entre los 24 y los 26 años. La edad descendía a medida que nos acercamos al sur y al Mediterráneo. En Andalucía y Extremadura, las regiones en las que las mujeres se casaban más jóvenes, la edad media era de 21 años.
Este matrimonio más tardío de las mujeres del norte peninsular se ha relacionado con la existencia de familias complejas (matrimonio, hijos y algún pariente) y sistemas sucesorios que tienden a transmitir a un único hijo todos, o casi todos, los bienes raíces familiares. Esto provocaba que el resto de los hermanos permanecieran solteros, o tuvieran que emigrar, o, si se casaban, que lo hicieran muy tarde. En el sur de la península predominaba la división del patrimonio por igual entre todos los hermanos. Al casarse, los novios recibían un adelanto de la herencia. Por eso, en las regiones del sur, con alguna pequeña excepción, las familias eran mayoritariamente nucleares: estaban formadas por el matrimonio y sus hijos solteros.
Las diferencias regionales en los comportamientos demográficos eran bastante importantes. En la franja del cantábrico y los Pirineos, la casi ausencia de ciudades, y el clima oceánico o de alta montaña, favorecía que los niveles de mortalidad infantil fueran mucho más bajos, lo que hacía que en estas regiones fuera más alta la esperanza de vida al nacer. Es verdad que el retraso en la edad al matrimonio de las mujeres del norte hacía que tuvieran de media menos hijos que las mujeres del sur, pero esto no importaba, pues finalmente sobrevivían más hijos. En las regiones del sur, la abundante presencia de ciudades y la prolongada sequía veraniega hacían que la mortalidad juvenil fuera alta, pero esto se compensaba con el temprano acceso al matrimonio.
En las regiones septentrionales el régimen demográfico parece ser de “baja presión”: baja mortalidad con baja fecundidad, por la baja nupcialidad. En las regiones meridionales el régimen que predomina era el de “alta presión”: alta mortalidad con alta fecundidad, por la mayor nupcialidad
6. Las migraciones interiores y exteriores
Al tratar el tema de las migraciones, en las monografías sobre la población española se suele hacer un especial hincapié en la expulsión de las minorías religiosas, los judíos primero (1492) y los moriscos después (1607-1612), pero quizás se haya exagerado algo su importancia. Las migraciones corrientes, posiblemente no tan espectaculares, acabaron teniendo un impacto social mucho mayor, a lo largo de estos 360 años (1500-1860), millones de hombres y mujeres abandonaban su lugar natal para residir en otro lugar.
Cada año miles de personas emigraban, unos temporalmente, otros durante un largo periodo o para siempre. Cada año, la siega desplazaba, e sur a norte, a miles y miles de jornaleros, que iban subiendo hacia el norte al ritmo que maduraban las cosechas. Las ciudades absorbían la parte más importante de estos desplazamientos, ya temporales, ya definitivos. Las mujeres acudían a las ciudades para trabajar en el servicio doméstico, trabajaban durante un tiempo, el suficiente para reunir la dote que les permitiera casarse. Los hombres llegaban atraídos por los salarios más altos, aunque la vida era muy cara en ellas. Esto hacía que en las grandes ciudades hubiera siempre una masa de desarraigados, venidos de todas partes, cuyo número variaba notablemente según la coyuntura fuera buena o mala.
Cada ciudad tenía su propia cuenca migratoria, las regiones de donde mayoritariamente reclutaba sus inmigrantes. Es verdad que las mujeres se desplazaban menos kilómetros y que la mayoría procedía de la misma región, de la misma provincia. Pero los hombres recorrían muchos kilómetros, en algunos casos venían de muy lejos, siendo bastante habitual la presencia de colonias de extranjeros en las grandes ciudades. El matrimonio era muy restrictivo, y había un alto porcentaje de solteros, pero a pesar de ello, era el mejor medio para integrarse en las sociedades urbanas.
Destaca que en las ciudades de la Corona de Castilla hay pocos inmigrantes procedentes de la antigua Corona de Aragón, y a la inversa, parece que a ésta llegaban muy pocos emigrantes de Castilla. Otra observación es que si descontamos la inmigración provincial o regional, siempre mayoritaria, en todas las ciudades la procedente del norte es mayor que la que proviene del sur. En las ciudades septentrionales apenas hay inmigrantes de las regiones meridionales, y sin embargo lo contrario no es cierto. La importancia de inmigrantes procedentes del área del Cantábrico en Andalucía resulta sorprendente, superan a los llegados de la meseta castellana a pesar de que ésta tenga más población.
Aunque hay un movimiento migratorio común de fondo, de norte a sur, parece que en algunos momentos, especialmente durante la crisis del siglo XVII, resultó insuficiente. Al mismo tiempo, parece entreverse la existencia de dos cuencas migratorias con pocas conexiones entre sí, que responden a los ámbitos propios de las antiguas Coronas originarias de la nueva Monarquía. En el panorama general dominan los intercambios regionales, dirigidos por las ciudades más importantes de cada región. El resultado fue la articulación de espacios sociales regionales. En definitiva, el proceso de vertebración nacional iniciado durante el siglo XVI al amparo del crecimiento urbano, se debilitó durante el siglo XVII y primera mitad del XVIII, no volviéndose a reactivar hasta finales de esta centuria.
¡Feliz Sábado! - Hacer historia, aprehender la historia, aprendes la historia
20/Agosto/2016
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